martes, 9 de agosto de 2011

"EL PARKING DE SHERWOD"


No me encontraba nada bien pero tenía que acudir, así que en un intento de valor para el vencimiento del dolor físico, me presenté con tiempo suficiente en el edificio en cuestión. Era demasiado temprano, y no quería alejarme ni moverme en vano, de todos modos no me solía encontrar cómoda  donde no podía fumar, por lo tanto descarté acercarme a una cafetería.
Además no podía estar sentada en una silla en línea de las que ofrecen las salas de espera, que formando parte de una serie de iguales, percibía en forma de dolor todos los movimientos que cualquier persona hiciera  en alguna de ellas, cómo el movimiento impulsivo e incontrolable de las piernas cuando se espera impaciente. Sólo me quedaba la calle y ahí me quedé a esperar paciente apoyada en la baranda de una de las dos rampas de minusválidos que acompañaban a la escalinata del edificio.
Mi adicción al tabaco, me convirtió automáticamente en proscrita de la sociedad. Era fumadora desde hacía 26 años. Tras la última reforma de la ley antitabaco, una fugitiva de la ley, por vicio e incomprensión de una norma portadora de lo absurdo. Aunque fumaba cómo una loca, estaba loca por dejarlo, y no pretendía que quien  no fuera fumador aspirase obligatoriamente el humo de mis cigarros, no, pero ya estábamos divididos antes de esta reforma, cada cual contaba con su espacio, ahora yo había perdido el mío, pese a pagar el impuesto sobre las labores del tabaco, que lucía de color celeste en mi paquete de Chester.
Encendí un cigarrillo, y en ese justo momento un vigilante de seguridad se acercó y me pidió amablemente, aunque con mal semblante que me alejase del edificio para fumar. Me alejé y me dio las gracias irónicas. Ahora tendría que estar de pie o sucumbir a la renuncia de un placer, el último que me quedaba, pues ya ni vacaciones. El caluroso día del mes de agosto me lo recordaba.
Desde la distancia reglamentaria del fumador respecto al edificio, observé cómo a mi lado una pareja de jóvenes aparcaban su vehículo, correctamente en zona azul. Ella permaneció de pié junto a la puerta del conductor, mientras él cruzaba la avenida para abonar el aparcamiento, en la máquina expendedora.
En ese momento también, aparecieron una pareja de señoras empleadas de la empresa gestora del servicio de aparcamiento público, según las siglas de sus chalecos reflectantes. Mientras que una de ellas, se sitúaba detrás del coche la otra le pregunta a la joven:
-¿Cuánto tiempo lleva aquí?
-Acabo de aparcar. –Le respondió la chica mirando hacia la acera de enfrente donde su pareja estaba intentando abonar el tique en la máquina expendedora, al parecer sin éxito.
La mujer que había hablado, recorría el lateral del vehículo cómo si lo estuviese tasando, con una mirada que parecía imitada del cucus clan o de las S.S. diciendo:
–Pues parece que tarda.
Mientras la compañera situada en la trasera del coche, comenzaba a tomar el número de la matricula. El joven volvía cruzando de nuevo la avenida por el paso de peatones, se acercó y se dirigió a la empleada:
–La máquina no funciona.
–Sí que funciona, funciona perfectamente, solo que usted no estará escogiendo la tarifa correcta, o no sabrá utilizarla.
–Me permite dos opciones he escogido la de dos horas y me pide el importe exacto,  he introducido dos euros veinte, pero nada. –Le responde el joven respetuosamente.
–La tarifa para dos horas no es válida aquí. Aquí solamente se permite una hora y tiene que poner importe exacto, un euro quince. –Su expresión, se hacía más marcial y más desagradable con estas palabras, acompañada de gestos de señalización con el bolígrafo que llevaba en la mano.
–He intentado pagar también una hora pero no encuentro cambio en monedas de cinco céntimos, ¿puede cambiarme por favor?
–Yo no tengo por qué llevar cambio, si no puede pagarlo retire el coche.
La chica, continuaba en la misma posición inicial junto a su auto, la indignación que sentía se reflejaba en sus músculos, seguramente en sus ojos también, pero no podía verlos pues llevaba gafas de sol. Intuí que esto no acabaría bien, hice el ademán de abrir mi bolso para dar al chico los cinco céntimos, pero este fue más rápido, pidió cambio al vendedor de cupones de la puerta del edificio y volvió hacia la máquina.
Traía el tique en la mano levantada, lo colocó en el interior del coche, dejándolo ver por el parara-brisas, y le dedicó una sonrisa y un beso a su chica, mientras, ella le explicaba el esfuerzo que le había supuesto contener la rabia ante el comportamiento abusivo de la empleada.
Todos los transeúntes nos habíamos quedado perplejos ante la necedad de pretender anteponer el funcionamiento de una máquina sin instrucciones precisas, mientras las dos con el mismo semblante intimidatorio, continuaron caminando por la acera tintineando con el bolígrafo al viento, como si quisieran decir vanagloriándose: “Somos las castigadoras, dignas de medalla de honor”.
La medalla correspondía más bien a la chica. Hubo un instante en el que creí que arremetería contra la bestia uniformada y ahí sí que hubiese tenido un problema. Lo evitó gracias a su tesón.
Estaba claro que era la profesión con más futuro en esos días, pues era muy habitual y frecuente. Se necesitaba muy poco para recaudar injustamente:
·        Una máquina expendedora sin instrucciones precisas.
·        Un importe de lo más rebuscado, dificultando el cambio.
·        Una pareja bien entrenada en la práctica de juez y verdugo inmediato, para un juicio inexistente.
Me pareció como si hubiésemos retrocedido en el tiempo e imperasen los impuestos ilegales y los policías sin placas, desapareciendo aquellos derechos que teníamos consolidados. Recordé la similitud de esta ésta historia con los cuentos de la edad media. En épocas en que el Señor Feudal lanzaba a sus ejércitos de villanos recaudadores elegidos a dedo, sobre la población radicalmente empobrecida, mientras él disfrutaba de todo.